El crucero, un gigante de los mares, albergaba a más de seis mil viajeros de distintas partes del mundo. Entre ellos, dos hombres que, por casualidad o destino, fueron ubicados en la misma mesa durante una cena especial organizada para personas de un mismo origen. Desde el primer brindis, la conversación fluyó como si fueran amigos de toda la vida.
Descubrieron que sus infancias habían transcurrido en barrios similares, con calles empedradas y plazas donde los niños jugaban hasta que el sol se apagaba. Compartían el amor por la música de su tierra, las mismas canciones que sonaban en los viejos vinilos de sus padres. Hablaban de fútbol con la misma pasión, recordando los mundiales que vieron de niños y los ídolos que los hicieron soñar. Y cuando el tema derivó en literatura, coincidían en la admiración por los mismos poetas, cuyas frases aún resonaban en sus pensamientos.
El tiempo en el crucero transcurrió entre charlas interminables, risas y promesas de mantener el contacto. Sabían que no era frecuente encontrar a alguien con quien compartir tantas coincidencias. Habían dejado de ser simples compañeros de viaje para convertirse en amigos.
Sin embargo, hubo un tema que evitaron abordar: la política. No fue una decisión consciente, sino una omisión natural, como si ambos intuyeran que era un terreno resbaladizo que podía opacar la armonía. Y así, sin tocar ese punto, disfrutaron cada momento hasta el final del viaje.
Al llegar a destino, se dieron un gran abrazo y se prometieron un reencuentro pronto. La vida siguió su curso y, con el tiempo, los mensajes entre ellos se hicieron esporádicos. Hasta que, por casualidad, uno de ellos se encontró cerca de la dirección del otro y decidió darle una sorpresa.
Llegó a la casa, una gran casona en un campo, y tocó el timbre con entusiasmo. Se imaginaba el reencuentro, el abrazo fuerte, las anécdotas retomadas como si el tiempo no hubiese pasado. Pero en lugar de su amigo, fue una mujer uniformada quien abrió la puerta. Con amabilidad, pero sin dejar margen a dudas, le dijo:
—El patrón no tiene tiempo para recibir gente. Le ruego que se retire.
El golpe fue seco. No había palabras, sólo la frialdad de una puerta que se cerraba antes de que pudiera siquiera comprender lo que sucedía. Se quedó allí, perplejo, tratando de encontrar una explicación. Tal vez algo había cambiado, tal vez fue aquel último chiste sobre el nuevo presidente y su motosierra. Lo cierto es que en el crucero habían sido dos almas afines, pero en tierra firme, las diferencias que no quisieron tocar los habían separado para siempre.